Corto Maltés y África: las Etiópicas

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Hace ya tiempo me propuse acompañar a uno de mis ídolos  juveniles, Corto Maltés, alrededor del mundo, acompañándolo y conociendo los escenarios de sus múltiples avatares y aventuras; el personaje de Hugo Pratt, lacónico, inteligente y directo a partes iguales me atraía por un sinfín de causas fácilmente comprensibles en la mente abstraída de un chaval de 14 años: paraísos perdidos, personajes dotados de una singularidad y una fuerza muy diferentes de los que conocía hasta ese momento (Pratt es para mi uno de los mejores exponentes de la narrativa al servicio de la novela gráfica, equiparándose ambas por primera vez y dando un salto de calidad en un género al que siempre le ha costado desprenderse de la etiqueta de menor  por ser réplica simplista de la literatura) y por encima de todo, una enorme capacidad de conjugar todo esto en una época histórica, el primer tercio del siglo XX con todos sus conflictos armados, cuya sombra sobrevuela permanente en todas las historias, dando pie a una curiosa mezcla de fábulas y realidad descarnada que supone el desvirgamiento de una sociedad contemporánea que asiste atónica e impasible a la carnicería permanente del género humano.  En definitiva, fue un amor a primera vista que no se quebró nunca.

Hoy le toca el turno a una de sus aventuras africanas, Las Etiópicas, ambientada al final de la 1ª Guerra Mundial en lo que por aquel entonces se llamaba Abisinia (Etiopía), en una lucha cruzada entre italianos, escoceses, abisinios, turcos y demás parentela. Como casi siempre, Corto no se posiciona a favor de unos u otros, sólo lo hace en función de lo que él considere justo, oportuno y noble. De nuevo, observamos destellos de las propias vivencias del autor, que como muchos otros italianos -que ocuparon la zona-, llegó a vivir allí en su juventud por unos cuantos años.

Me gustaría incluir un personalísimo retrato de esta ventura hecho por el francés Jean -Claude Guilbert, amigo de Pratt y autor de una de las biografías más completas sobre este. Aventurero, escritor y periodista, quien también vivió varios años en Etiopía, Guilbert desmenuza exquisitamente la aventura desde el lado literario y sobre todo humano. Podrás encontrar este epílogo, que transcribo literalmente, en la edición de Norma Editorial que es a más conocida en España, desconozco si recientemente se han hecho más.

El autor con Hugo Pratt

EL TRÍPTICO DE LA PIEDRA, por Jean – Claude Guilbert

La vida y la obra de Hugo Pratt se confunden y aparecen en la sombra proyectada de un tríptico de piedra. Hay muchos trípticos en Etiopía. Los grandes se guardan en iglesias; los medianos en las mochilas, y los pequeños, en los bolsillos. El estilo pictórico de Pratt reúne muy a menudo esas tres formas artísticas tan marcadas que son el arte simbólico, el sagrado y el naïf.

El tríptico de piedra que aquí nos ocupa asocia tres preceptos de conducta que son otras tantas reglas fundamentales que inspiran los pensamientos y las acciones de Corto Maltés. Esas tres reglas iluminan también inequívocamente la existencia humana Hugo pratt y de su espíritu creador. Se trata de todo aquello que, como la risa y sus estallidos, debería caracterizar todo lo que es propio del hombre: cultura-naturaleza-aventura. Sin querer esculpir la fórmula en mármol, ni tampoco convertir a Hugo Pratt en una estatua, subrayo que lo cerebral pasa también por lo mineral. Y que nadie me tire la primera piedra por ello, porque también ella tiene su regla. Hela aquí:

Dondequiera que nos hallemos sobre la faz de la tierra, un día una etapa nos obliga a detenernos en alguna parte. Es entonces cuando nace en nosotros la curiosidad de saber más acerca del lugar al que nos han conducido nuestros pasos. No importa si vamos a vivir en él poco o mucho tiempo, pero necesitamos conocer más profundamente el lugar en el que hemos escogido detenernos, o el que la suerte nos ha designado. Es absolutamente preciso que este transeúnte, recién llegado y futuro ausente, se mida con la memoria del lugar. Para obtener la impregnación necesaria, no hay nada como levantar una piedra bien clavada en el suelo, con el objetivo de, al cogerla o desprenderla, no recubrir la huella que ésta ha dejado, al menos hasta quien tiene la piedra en su mano haya conocido la historia que ésta dibuja.

Quienquiera que se encuentre en esta situación tiene la obligación de velar por esa piedra, que será suya durante todo el tiempo que dure la revelación de la historia que ocultaba, de los recuerdos que guardaba, de los secretos que protegía. Tener ante los ojos las huella de diez mil años de historia, a veces muchos más pero raramente menos, nos obliga a cumplir con los deberes de la memoria.

Hugo Pratt estaba fascinado por las huellas, por todas: desde la epigrafía de los acimuts hasta las leyendas escritas. Por esa razón se sumergía en los libros de todos los géneros. Ése era nuestro punto en común. Cuando viajábamos juntos por la región que sirve de fondo a Las Etiópicas, íbamos tras la pista de las sombras. Eran los fantasmas de la historia los que nos indicaban la dirección. El polvo de los archivos mezclado con el polvo de nuestros pasos. ¿O era al contrario? No sé quién de los dos fue el primero en encontrar la fórmula.

Siempre llevo un guijarro en el bolsillo, que para mí es el símbolo del nudo en el pañuelo para recordar la Historia. Hugo siempre llevaba encima una llave. A menudo contaba la sabrosa historia de aquella llave, surgida del pasado de su familia, que se suponía que tenía el poder de abrirle determinadas puertas. Una historia que a veces fue perversamente denigrada. Él me enseñó aquella llave. Brillaba al sol.

La primera vez que fuimos juntos al lago Abbé, por cuyo centro transcurre la frontera que separa Etiopía y Djibouti, fue durante el rodaje de la película La ballade plus loin (Una balada más lejos, 1981). Hugo Pratt dijo ante la cámara: «En lugares así, en los que me encuentro a veces durante mis viajes, tengo la sensación auténtica de sentirme solitario. Soy presa de una especie de angustia. Éste es el territorio  de uno de los seres más terribles de la Historia. Se trata de Shamael, el azote de Dios, el primer ángel que se rebeló contra el Divino. En este cielo, cada vez que pasa una estrella fugaz es un ángel rebelde que cae. (…) Si quieres encontrar las puertas del Paraíso, tienes que pasear junto a un poeta que lleve una llave de oro bajo la lengua (…). Es difícil hablar de todas estas cosas que escapan a nuestra comprensión. Puede producir risa, pero cuando llegas aquí te ríes un poco menos. »

Hugo y yo regresamos varias veces al lago Abbé, pero luego ya solos. De la sonrisa contenida habíamos pasado a la risa permanente.

El día 10 de enero de 1985 el diario «La Nation», de Djibouti, escribía: «Toda su obra está impregnada de magia, y la razón es que Pratt está fascinado por los lugares misteriosos y místicos como el desierto y el mar, de los que se desprende la magia. El lago Abbé, por ejemplo, se encuentra entre esos lugares. (…).

De viaje por Djibouti con su amigo Jean-Claude Guilbert, prepara dos nuevos álbumes (…). Confiemos en su hábil pluma, que tan bien sabe transmitir el secreto de nuestras poblaciones y la personalidad de sus habitantes. El personaje de Cush, el guerrero Afar de Las Etiópicas, es buena prueba de ello. Así que hasta pronto, señor Pratt, porque los nómadas siempre acaban por encontrarse en alguna parte. Una balada más lejos…»

Se ha demostrado en más de una ocasión que la vida personal de Pratt se mezclaba a menudo con la profesional. Pero hay que insistir en el hecho de que él había publicado Las Etiópicas antes de que nos hiciéramos amigos, incluso antes de que nos conociéramos. De todos modos, su vida anterior y la mía ya se habían cruzado sin que nosotros lo supiéramos. Me atreverá a decir que lo presentíamos. Cuando yo nací, en Francia, en 1942, Hugo tenía 15 años y estaba prisionero en Etiopía, en la ciudad de Dire Dawa, bien conocida por mí, porque mi esposa, Amaretch, madre de mis tres hijos, había nacido allí. Así que entre Hugo y yo había, aparte de lo que podemos denominar «afinidades directas», una complicidad geográfica, y no precisamente de las más pequeñas. El lugar nos servía de base para nuestras frecuentes expediciones en busca de la historia de la región, y también como excusa para la búsqueda de nuestro pasado, que para mí suponía también un pretexto para realizar una serie de reportajes de recuerdo.

Así solíamos viajar en el tiempo. Señalaremos nuestras etapas con unas cuantas fechas, pero necesitaremos un buen puñado de ellas para poder empezar a dirigirnos al Triángulo Afar, por el que Corto deambula en 1916 en compañia de su amigo Cush, de la tribu de los Beni-Amer. Acaban de realizar juntos un largo trayecto. Hace poco que estaban en Yemen, en el Fuerte Turbán, para luchar contra los turcos. Han pasado de la orilla árabe a la orilla africana del Mar Rojo. Son los tiempos en que triunfa la versión exótica de la Primera Guerra Mundial, al tiempo que se olvidan sus numerosos muertos.

Seguimos a nuestros dos personajes, apenas salidos de las mortandades esporádicas y las acciones militares esporádicas que anuncian el final del imperio otomano. Viajan aprisa y se desplazan con ligereza, caminando codo con codo. El paisaje se compone de rocas y de hierba. Están en la frontera del desierto con la sabana, del mundo musulmán con el mundo cristiano.

Para alimentarse y sobrevivir en esos lugares hay que arreglárselas única y exclusivamente con lo que se tiene en las manos, a la espalda o en la cabeza. Nada más. Así era precisamente como viajábamos Hugo y yo, sin nada más. Ahora nos detenemos a observar el comportamiento de Corto y de Cush, un héroe europeo y uno africano, ambos celebridades incontestadas de la comedia humana surgida de la imaginación de Hugo Pratt. Los hemos localizado en el noroeste de Etiopía, donde están conversando. Hablan de todo, excepto del calor. Con aire despreocupado, están en plena esgrima oratoria, y Cush se muestra tan integrista como lacónico está Corto, según su costumbre. Paradójicamente, esos dos hombres tan distintos se presentan muy cercanos en su actitud. Son prácticamente iguales, lo cual da que pensar. El humor que emplea cada uno de ellos, rivalizando además en una extrema elegancia verbal, es de tal calibre que uno se cree con derecho a preguntarse si ese arte consumado compuesto de pequeñas frases agudas, pronunciadas por personajes de porte altivo, no es quizá el más inimitable de los increíbles talentos de los que estaba dotado Hugo pratt para poner de pie sobre el papel a unos seres como esos, firmemente plantados a la sombra de su tríptico de piedra: cultura-naturaleza-aventura.

En enero de 1992, al regreso de una estancia entre los afars de Djibouti, organizados en movimiento de guerrilla armada contra su gobierno de entonces, corrí a ver a Hugo para contarle mi aventura. Él estaba furioso y me reprochaba que no lo hubiera embarcado conmigo en aquella historia. «¡Conozco el país desde hace mucho más tiempo que tú!», me dijo, y tenía razón. Cualquier historia sin él tiene que ser siempre forzosamente menos buena. ¿Qué hacer ahora que él ya no está con nosotros?

En nuestro jardín de Adis- Abeba, el manzano nos ofrece sus frutos. Hugo, desgraciadamente, nunca probará ya esas manzanas. Ya no nos proporcionará el inmenso placer de visitarnos, como lo hacía puntualmente, en las afueras de París, a principios de los 90, cuando preparábamos juntos la fórmula de la revista Corto Maltés (¡tesoro actualmente oculto!) y Amaretch le cocinaba el injera-wat, el plato tradicional etíope.

Hugo Pratt vivió en Etiopía entre 1937 y 1943. Tenía 10 años de edad cuando desembarcó en Massaua, puerto eritreo de la colonia italiana, para descubrir finalmente la capital etíope, como culminación de un larguísimo viaje en autocar.

Hay que añadir que el país no puede ser visto más que como el lugar en el que para Pratt se encontraban todas las futuras sorpresas, donde terminó su infancia y donde acabó también su adolescencia. Ese país, que le sugirió en gran parte su destino, formaba parte de un conjunto colonial italiano en África, con sus colonias en Eritrea, de Somalia y también de Libia.

Tampoco podemos olvidar la emoción que provocó en el mundo entero la indignación que sintió el emperador Haile Selassie en su exilio frente a los representantes de la Sociedad de Naciones, en 1936, después de la invasión de su país, Abisinia, como se llamaba entonces, por parte de los italianos. Hugo y yo hablábamos a menudo de ese período, muchos años después, incluso cuando teníamos el paisaje etíope ante nuestros ojos, y frases enteras en idioma amárico le venían espontáneamente a los labios. Si bien la colonización de Etiopóa fue efímera (1936-1941), Hugo Pratt siguió siendo anticolonialista durante toda su vida.

Ya de adulto, regresó varias veces a Etiopía para llevar a cabo lo que él llamaba «el peregrinaje del peregrinaje», o también su «gran viaje sentimental». En 1969 encontró la tumba de su padre, muerto en 1942. La tumba está en la carretera que une Dire Dawa con Harar. Una tumba sencilla, con un número y una cruz de cemento, situada en un rincón de un pequeño cementerio musulmán, en Harar, en medio de flores silvestres. Hugo había esperado 26 años para realizar aquella gestión, pero el país no había cambiado demasiado. Haile Selassie seguía siendo el emperador. Y en la capital, Adis-Abebba, liberada ya desde hacía mucho tiempo de soldados italianos, la casa del Villaggio Litorio, donde habían vivido Pratt y su familia, era todavía accesible. Por aquel entonces estaba habitada por un indio, que dejó que Pratt excavara en el jardín -¡su jardín!- para desenterrar una caja de hierro que contenía las figuras de dos soldaditos de plomo. Eran askaris, aquellos soldados complementarios enrolados en la armada colonial. Yo los había visto en su casa, en Grandvaux. Él se me adelantó: «¡Estos no te los daré! ¡Me los quedo yo!».

Uno de nuestros juegos preferidos, cuando caminábamos bajo el sol, consistía en fotografiar la sombra del otro o la nuestra propia. ¿Era quizá para crear la ilusión de que entrábamos por efracción dentro de una historia en blanco y negro, fundiéndonos con el decorado, en lugar de caer en la tentación de fotografiarnos en color haciendo de matamoros? Recuerdo qué a gusto se reía cuando le dije que nuestro teatro personal se parecía a un juego de sombras chinescas interpretado en un teatro para militares.

Cuando era niño, a Hugo Pratt le gustaba dibujar en libretas. Su madre se las quemó todas justo antes de que ambos partieran para Italia, al final de la guerra. ¿Qué ha sido de aquella Etiopía dibujada por una mano de aprendiz? ¿Qué queda de todo ese mundo perdido? Dediquémonos ahora a subrayar algunos de los rasgos particulares del estilo de Pratt que se revelan en Las Etiópicas.

El álbum comprende cuatro episodios que se encargan de introducirnos en el mundo de Pratt mediante la ironía. El tríptico de piedra está ahí, transmitiéndonos su mensaje, o más bien su enigma. Un enigma tan maravillosamente inventado que nos permite afirmar que su autor está tan dotado para escribir sus guiones como para el dibujo y la acuarela, pero también para la filosofía y el humanismo.

En el primer episodio, En nombre de Alá compasivo y misericordioso, Pratt, el hombre – libro, se refiere al Corán como el único libro verdadero para el Islam rígido. Desde la primera viñeta anuncia que de las once aleyas de la sura 93, llamada La mañana, bastaría con cuatro.

A mí, que soy cristiano, me toca citar dos que, según él, faltan. Son dos versículos del Corán que afectan a todos los lectores de Pratt, incluyéndome a mí mismo:

«7. ¿No te encontró extraviado y te dirigió?

8. ¿No te encontró pobre y te enriqueció?»

Según la traducción de Julio Cortés, Editorial Herder, 1995, página 729.

La historia de ese primer episodio es de una gran importancia en la obra de Pratt, puesto que nos permite descubrir a Cush.

Cuando los Highlanders acaban de liberar el fuerte Turbán al son de las cornamusas y la metralla, y Corto y Cush abandonan el lugar displicentemente, se desarrolla la escena siguiente:

» -¡Eh, vosotros dos! ¿Adónde vais?- les espeta el centinela escocés. ¿Creéis que se puede salir así por las buenas?

-¿Cómo te atreves, perro infiel?…¡Yo soy Simbad el marino y voy adonde me da la gana! ¡Maldito escocés de piernas torcidas, hijo de una montañesa comedora de cardos!

-Está bien, está bien…Lárgate, beduino piojoso. La guerra acaba de terminar…y desde luego no seré yo quien empiece otra. »

–  «Corto Maltés, eres un ateo y un desgraciado, pero no me caes mal.»

Así termina este episodio glorioso, justo antes de la hora del té, principal motivo de discusión entre Cush y Corto.

En el segundo episodio, El último disparo, la acción se convierte en un combate poético y psicológico de una envergadura excepcional. Pratt nos orquesta una intriga en la cual la cobardía y la amistad adoptan dimensiones épicas. Nos ofrece el espectáculo de un oficial inglés que prefiere Rimbaud a Kipling. Ese capitán del King´s African Riffles pagará con la vida una innoble traición difícil de olvidar: el asesinato de su hermano. Corto Maltés conocía la historia cuando el capitán Judas Bratt era Judas O´Leary, en Irlanda. Esta vez es Cush quien pone el punto final al diálogo entre Corto y él, con el cual termina el segundo episodio de Las Etiópicas:

«- Hablas de él como si lo conocieras de hacía mucho. ¿Quién era?

– El protagonista de una historia terrible…La historia de un lejano país, donde la hierba siempre es verde y los hermanos odian a los hermanos.

– No es necesario ir tan lejos para vivir la misma situación…También aquí, Corto, ocurren cosas por el estilo.

– Tienes razón, Cush…¿Tomamos el té?

– Nunca antes de las cinco de la tarde, Corto Maltés, nunca…¡Me lo has enseñado tú!»

En el tercer episodio, De otros Romeos y de otras Julietas, son Shakespeare (por su teatralidad en el título y en la historia) y Shamael (por su comentario, nada habitual en un cómic) los que pasan a formar parte del grupo. Pratt ajusta sus cuentas con la grandeza y la eternidad. Él, el agnóstico que practicaba una especie de ecumenismo universal, templado en su convicción laica, los cuentos y las leyendas, pone estas palabras en boca del Ras Yaqob:

«- Yo soy cristiano, y también mi hija. No puedo aceptar que se case con un seguidor de Mahoma…Tú, Shamaël, no tienes nada que ver en esta historia.»

Y Shamael, el gran brujo abisinio, a la vez ángel caído y azote de Dios, le replica:

» – ¡Silencio! Yo no tengo nada que ver en ninguna historia, Ras Yaqob, la mía es demasiado grande, pero a veces las vuestras me molestan. Además, me tengo que vengar de ti. Pero ahora basta ya…¡Rhomh y Fala Mariam! Yo, Shamaël, os uno en el nombre del gran rebelde y en el del profeta Enoch…¡Marchaos!.»

Al final del episodio, cuando Cush y Corto siguen con la mirada a Shamael, que se marcha riendo, Corto exclama:

» – Estoy soñando…Shamaël…no tiene sombra, Cush, prefiero cambiar de sueño.

– En este país hay cosas misteriosas…Pero dime, ¿adónde vas?

– No lo sé, Cush…

– …Lejos…

En el cuarto episodio, Leopardos, nos encontramos dos años más tarde en otra región, al sur de Etiopía, en África oriental, con un texto colocado sobre piel de cebra que explica: «1918. Mientras en Europa la guerra estaba a punto de acabar, en África continuaba tranquilamente. El general alemán Lettow Vorbeck recorría el África oriental con su ejército fantasma que aparecía ahora aquí, ahora allá…Ingleses, belgas y portugueses andaban de cabeza intentando seguirlo…».

Este último capítulo del álbum es la ocasión para establecer un nexo entre otras dos grandes series de aventuras africanas imaginadas por Pratt. En efecto, los personajes de Tenton y de McGegor salieron directamente de Ana de la Jungla, y pasarán por Los escorpiones del desierto. El propio Cush reaparecerá en el segundo episodio de esta larga serie que reagrupa los dos capítulos Piccolo Chalet y Los escorpiones del desierto. Evidentemente, sigue fiel a sí mismo y fiel a Corto Maltés. Pero, como decía Rudyard Kipling, «Eso ya es otra historia».

En Leopardos, Pratt nos demuestra que, si ha habido un hombre blanco que haya comprendido África, ése es precisamente él. Una comprensión que se extiende a todos los hombres y que incluye a todo el mundo en su abrazo. Hay una escena de una audacia intelectual alucinante que lo ilustra. Transcurre durante un diálogo a puerta cerrada entre Corto Maltés y un hombre leopardo, Brukoy, su hermano de sangre. Los diplomáticos y los políticos deberían tomar buena nota de ello, mientras que nosotros, simples lectores de Pratt, deberemos entrar en estas páginas no como si nos adentráramos en un sueño, sino en otra realidad construida con una imaginación incomparable.

Ya hemos visto que el tríptico de piedra obedece a unas reglas. Y esas reglas sugieren a Hugo Pratt su dogma narrativo. Cuando alguien se autoimpone unas reglas en vez de creerse el amo del mundo, se hace dueño de sí mismo. Hablemos de una regla sencilla, la de no levantarse nunca más tarde de las cinco de la mañana, por ejemplo. Hugo Pratt se esforzaba cada día en cumplirla, cuando su fin ya se acercaba, antes aún de su enfermedad. Yo mismo trato de seguirla sin demasiados fallos.

En la edición francesa anterior de Las Etiópicas, a color, un álbum imposible de encontrar desde hace años, Michel Pierre escribía en 1980:

«Como de costumbre, Hugo Pratt contempla la colisión de mundos distintos. Ya sea en la Amazonia, en Siberia, en Venecia o en África, nos demuestra siempre que la Aventura nace del encuentro de las Culturas.»

Umberto Eco lo dice claramente en el prefacio del mismo libro: «Pratt convierte en materia narrativa y aventurera la nostalgia misma de la literatura, y la nuestra.»

Hugo Pratt conocía esa frase. Su reacción al leerla fue exclamar: «¡Si lo dice Umberto Eco, es verdad! ¡Sí, tiene que ser verdad!»

¿Cuál será la próxima regla?

Quizá Shamaël la conozca.

O tal vez nos sea transmitida por un hombre leopardo.

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EL ESCENARIO DE LAS ETIÓPICAS EN LA ACTUALIDAD

Mucho ha llovido en estos 100 años, incluso para un sitio como Etiopía. Sin embargo, observamos que prácticamente nada ha cambiado durante este tiempo. En la magnífica página viajesporetiopia.com –recomiendo la visita, merece mucho la pena- realizan una elocuente descripción de lo que es esta zona:

El desierto de Danakil, situado dentro de la depresión de Afar, en Etiopía, es uno de los puntos más calientes del planeta con temperaturas diurnas que superan los 40 grados centígrados. Pero ésto no es todo.

La zona, situada a unos 60 metros por debajo del nivel del mar, está salpicada de un paisaje casi inverosímil: la región del volcán Dallol posee numerosos manantiales ardientes de colores en una gama inimaginable, que va de los anaranjados, al verde, blanco o amarillo, a causa del azufre y otros minerales.

Las increíbles formaciones de sulfuro, sal y azufre que brotan de las entrañas de la tierra , generan un panorama que podríamos imaginar con más facilidad en otro planeta. Pequeños piletones de agua verde, hornitos que brotan de la tierra, y una atmósfera que recrea una versión africana del infierno. El desierto de Danakil está situado al norte de la región oriental de Etiopía y al sur de Eritrea. Es de hecho una de las regiones más inhóspitas del planeta: una gigantesca llanura salpicada de mares de sal y algunos volcanos activos. Las altas temperaturas combinadas con el escaso régimen de lluvias generan una superficie capaz de competir con los desiertos más extremos. Algunos puntos de la árida región pueden situarse hasta 150 metros por debajo del nivel del mar.

Llegar al desierto de Danakil no es tarea fácil. Partiendo desde el norte de Etiopía, hay que atravesar zonas deshabitadas, ríos secos, paisajes montañosos y escasa vegetación. Pero además, la región es sumamente riesgosa debido al accionar de grupos armados separatistas, por lo que las excursiones para arriesgados, se realizan custodiados por guías armados. Adentrarse en la depresión del desierto de Danakil, implica acceder a una zona no exenta de riesgos de todo tipo.

La depresión, está habitada desde siempre por la etnia Afar, cuya principal actividad es la minería de sal. De hecho, las gigantescas caravanas de sal que cada día cruzan el desierto, son un espectáculo en si mismo.

Muchos aseguran que lo mejor es conocer la zona del desierto de Danakil por fotos, sobre todo por el accionar de comandos separatistas. Sin embargo no son pocos los que se atreven a adentrarse en una región capaz de sorprendernos con paisajes que quedarán grabados en nuestra retina. Las amenazas que asolan la región no son sólo humanas: la depresión, algún día lejano podría quedar sumergida por las aguas del vecino Mar Rojo, sobre todo si consideramos que existen más de 30 volcanes activos , y es una de las áreas tectónicas más activas de la Tierra.

Si estuviera en Estados Unidos, la depresión del Danakil figuraría entre una de las siete maravillas del mundo. Se exigiría pagar un buen puñado de dólares para poder entrar o solo se permitiría sobrevolar la zona para evitar que la presencia humana destrozase las singulares formaciones de sal que entran en conflicto con el inmaculado salar. Pero esta espectacular y atípica franja de tierra, se encuentra en el Cuerno de África.

Catalogada como una de las zonas más inhóspitas del planeta, con temperaturas diurnas que superan ampliamente los 40 grados centígrados, está ubicada en el noreste de Etiopía, entre el Mar Rojo y el Nilo Azul, aunque su extensión se adentra en Etiopía, desdibujando la frontera con la enemiga declarada de Addis Abeba.

Para llegar allí desde las montañas del Tigray, en el norte de Etiopía, hay que pasar por cuencas de ríos secos y una zona montañosa poco habitada, que por momentos recuerda al Gran Cañón del Colorado. En otros, remite a un paisaje extraterrestre, con montañas negras de formación volcánica y una escasa vegetación, que se reduce a algunas hierbas que, vistas a lo lejos, pareciera que siguen el curso de un río inexistente.

Ese cambiante paisaje desemboca en una extensa planicie, sin límites en el horizonte, que arranca con la blancura deslumbrante del salar. La impresión hace enarcar las cejas y el calor ralentiza los movimientos. Si sopla, el viento es una lengua de fuego. De repente se comprende la pausada cadencia con la que se mueven decenas de camellos que marchan en fila india.

El único indicio visible de vida en kilómetros y kilómetros a la redonda son estos animales que portan en sus gibas bloques de sal a la caída del sol.

La extracción de esta preciada y sabrosa sal apenas se ha alterado desde tiempos inmemoriables, y ver a los hombres junto a sus camellos es como dar un enorme salto en el tiempo. Los instrumentos son tan rudimentarios como lo pueden ser un bastón y un machete. De ellos se sirven para cortar los bloques que al atardecer colocarán en los camellos para que antes de que se ponga el sol se vuelva a emprender el camino de regreso a un lugar donde una simple sombra es un artículo de lujo.

La forma de vida allí permanece inmutable desde hace siglos: un pellejo de cabra para portar agua y unos dátiles siguen siendo el alimento básico de los trabajadores del salar.

La Depresión Dallol ( Danakil)

Dallol es la extensión más septentrional del [Gran] Valle del Rift. Está ba jo el nivel del mar y actúa como una caldera, atrapando todo el calor.

Dallol es un campo de cráteres freáticos en la inhóspita llanura salina al noreste de la región de la sierra de Erta Ale, en una de las zonas más desoladas (y calurosas) de la depresión de Danakil.

Los cráteres de Dallol son los conductos de magma subaereos más ba jos del mundo. El cráter más reciente de estos, Dallol, se formó durante una erupción en 1926. En la zona de Dallol se pueden encontrar coloridos manantiales de azufre caliente así como depósitos fumarólicos.

Se trata de un desierto con zonas por deba jo de los 116 metros (328 pies) ba jo el nivel del mar.

Este hecho lo hace especial en cuanto a que es uno de los lugares más ba jos de la tierra no cubiertos por agua. Se pueden ver campos sulfúricos amarillos entre salinas blancas resplandecientes. Hay además varios volcanes activos.

El volcán activo Monte Erta Ale, (en cuyo cráter yace el único volcán terrestre ba jo el nivel del mar y el único lago de lava permanente del mundo), tiene paisajes de colores vividos, depósitos minerales increíbles, lagos sulfúricos, manantiales de azufre burbujeante, así como otras curiosidades fascinantes dignas de ver.

¿Entonces, cuanto calor hace en la Depresión Dallol?

Si hablamos de temperaturas, los lugares más cálidos del planeta son la Depresión Dallol en Etiopía y el Valle de la Muerte en California.

Las temperaturas al sol pueden ascender a los 145 ° Fahrenheit, (63° centígrados) y las temperaturas superan los 93° Fahrenheit (34° centígrados) todos los días del año. En verano no hay un sólo día en que las temperaturas desciendan de los 104° Fahrenheit (40° centígrados). Dallol tiene el record de la temperatura anual más alta registrada.

El pueblo Afar

Esta tierra inhóspita ha servido de hogar al pueblo Afar (Danakil) durante al menos dos mil años. Los hombres Afar eran bien conocidos por su ferocidad y su xenofobia hasta 1930. Hasta este año, ¡era costumbre el cortarles los testículos a los intrusos varones! Tradicionalmente, los Afar eran pastores nómadas, y, junto a los Tigreanos, siguen trabajando las barras de sal del lago situado en la Depresión de Dallol, y llevándolas con caravanas de camellos hacia Tigray, por antiguos senderos.

Este viaje de aventuras no está pensado ni para pusilánimes ni para aquellos que necesiten de cualquier tipo de lu jo. El clima inexorable puede poner de los nervios a cualquiera que no esté preparado. Es un viaje exigente a una zona con muy poca infraestructura. De hecho, Dallol es uno de los destinos menos accesibles del planeta. Muchas zonas están en mal estado y tienen los accesos cortados y la única manera de acceder es gracias a las caravanas de camellos.

A pesar de las duras condiciones, la Depresión Dallol es un lugar extraordinario para visitar, con unos paisajes espléndidos y una experiencia fantástica para el viajero aventurero.

Además de que sólo existe en Etiopía.

 

Has de saber además que el Danakil fue el primer reino en adoptar el cristianismo y es por eso que una de las fiestas más importantes es el Timkat, una ceremonia religiosa cuyo lugar de peregrinación más importante es Lalibela, un conjunto de iglesias de roca construidas por debajo del suelo para guardar la temperatura y tener una fuente de agua potable cercana. Toda una obra de fina ingeniería al alcance de muy pocos, y Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO (puedes ver las fotos en la parte final del post).

ETIOPÍA VISTA POR LOS GRANDES AVENTUREROS CONTEMPORÁNEOS

Y cuando digo aventureros quiero decir aventureros en moto. Lógicamente en pleno siglo XXI el aura de misterio se ha perdido en gran medida por la globalización y la documentación de absolutamente todo; sin embargo aún es posible, partiendo de la ignorancia propia del etnocentrismo occidental, ver con ojos curiosos los tesoros, paisajes y cultura de la zona mientras estos robinsones a 2 ruedas, armados con una cámara, nos ofrecen una vista efímera.

El primero que se me viene a la mente es Miquel Silvestre, amado y odiado a partes iguales. Seguramente el relato más espontáneo y jugoso sea el de su primer viaje por África, siendo aún un perfecto desconocido, que luego inmortalizó en el libro Un millón de piedras; sin embargo escojo este fragmento gráfico de su serie televisada Exploradores Olvidados, en la que nos muestra la tumba de Pedro Páez, español que descubrió al mundo occidental -quien a su vez sí se olvidó de este personaje, incluidos sus propios paisanos- las fuentes del Nilo Azul, Gondar y las cataratas Tisisat.

Una visión bastante más alejada en el tiempo es la de Ted Simon, el primer loco que se atrevió a dar la vuelta al mundo en moto, allá por un lejano 1972. Recorre, en este orden, Gondar, Lago Tana, Emmanuel, Addis Ababa, Awasa, Yabello y Mega, antes de coger la Moyale Road, conocida por su dureza gracias a las desventuras de Alicia Sornosa unos cuantos años después.

A grandes rasgos, su visión del país no es la más positiva: los últimos estertores del reinado dictatorial de Haile Selassie se dejan notar en la ostensible decadencia y paranoia de sus habitantes, que desconfían de cualquier extraño. Al bueno de Ted le cuesta entender determinadas costumbres de sus habitantes (como colocar la comida en la boca de tu invitado)…al menos según desciende hacia el sur, camino de Kenia, su visión del país y sus gentes se vuelve mucho más complaciente.

No puedo dejar de acordarme de la más mediática de las motoristas, Alicia Sornosa, quien desde hace tiempo ha orientado sus viajes hacia causas solidarias con o sin el patrocinio de grandes marcas. Sin ir más lejos, para este 2018 ya tiene en marcha un viaje desde Etiopía hasta Ciudad del Cabo para conseguir fondos destinados a la construcción de pozos de agua en diferentes poblaciones (yo ya he colaborado con un donativo, Alicia!). Si queréis saber más:

http://www.aliciasornosa.com/africa-2018/

Por último, se ha multiplicado en los últimos años el número de viajeros que echándole un par de narices se han animado a recorrer el país montados en moto. Así, podemos ver el caso de Jose M. García y Pilar Moreno, que recorren el país de sur a norte, la entretenida odisea de Sergio Pueyo, Albert Domingo, Matthew Mitchison y Alfredo Navarro o bien el más (re)conocido y fantástico fotógrafo Mitchell Kanashkevich, del que se pueden rescatar unas fabulosas fotografías más que la crónica en si del viaje.

Fuentes: liligo.es, Norma Editorial, mitchellk-photos.com, viajesporetiopia.com, nationalgeographic.com.es

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