Lugares olvidados: Albatera, en España también hubo campos de concentración

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Hace poco escuchaba en la radio la polémica desatada a raíz del uso del Valle de los Caídos, monumento a la vergüenza de una guerra que desangró al país: la cuestión es que tras la expulsión del arqueólogo Alfredo González – Ruibal han resurgido con fuerza las heridas no cicatrizadas respecto al limbo en el que se encuentra este «monumento». Muy acertadamente, uno de los contertulios buscaba el símil, más o menos acertado, de qué pensaríamos aquí si en Alemania existiera un monumento creado por y para los nazis, ensalzando a día de hoy dicha ideología (otra crítica: parece ser que el tratamiento de los guías en las visitas al Valle es como mínimo muy complaciente en su visión del régimen) y además subvencionado por el propio estado…puedes imaginar la respuesta. Como guindilla, se confirma que la Fundación Francisco Franco mantiene un centro floral que renueva semanalmente en las tumbas de Franco y Primo de Rivera. Alucinante.

Sigo rebuscando: veo que hay una orden, los benedictinos, que son los encargados de la gestión del sitio, parece que incluso ahora tienen prioridad por encima de los responsables de Patrimonio Nacional, uno de los motivos que precipitó la polémica. Voy a ver su página web…ostras, parece que te expliquen que estás visitando la Catedral de Santiago y no un mausoleo funerario con los huesos de más de 33.000 combatientes, amén de ser el único gran monumento de Europa dedicado a la memoria de un dictador.

Este disparate me hace reflexionar una vez más sobre el don que tenemos en este país para vivir en la inopia. A poco que me pongo a consultar publicaciones de asociaciones culturales en Alicante encuentro con sorpresa que a pocos kilómetros de la capital, en una pedanía (San Isidro) de Albatera, existió un campo de concentración tras la Guerra Civil. De infausto recuerdo, especialmente para los supervivientes y familias de los mismos, comienzo a preguntar a mis allegados y salvo un par de personas ya talluditas con 70 años, y un amigo especialista en Historia, a nadie le suena este campo, lo de siempre.

Sí querido lector/a, sí hubo campos de concentración en España (el de Albatera no fue algo aislado) y antes de la 2ª Guerra Mundial. ¿Innovación patria? Tú valorarás, tras leer la crónica de su negra historia y mi visita al mismo (o lo que queda de él, más bien).

LA HISTORIA DEL CAMPO DE CONCENTRACIÓN

Inaugurado en octubre de 1937, su primer uso fue el de campo de trabajo para los presos del régimen republicano. Creado a iniciativa del Ministerio de Justicia, perteneció a los denominados «campos de trabajo del Segura», hechos ex profeso para drenar y desalinizar las secas e inhóspitas tierras de la zona, convirtiéndolas así en tierras de cultivo. En su mayoría los presos eran políticos y «enemigos del régimen republicano»; la capacidad era para albergar hasta 2.700 reos, si bien nunca se superó la cifra de 1.039 individuos.

Con el devenir de la contienda y las instalaciones ya abandonadas, el régimen franquista decide reutilizar el espacio, a pocos meses antes del final de la contienda, como campo de concentración. En este breve lapso de vida (desde marzo de 1939 hasta que se cierra definitivamente en noviembre de ese mismo año) llega a albergar a más de 30.000 presos. Aquí conviene matizar que aún no se ha alcanzado el grado de mortífero refinamiento de los nazis (la 2ª Guerra Mundial acaba de comenzar); el campo se idea como campo de reclusión y no de exterminio puro y duro, si bien por las lamentables condiciones (el calor, la falta de alimento, el hacinamiento sobrepasando muy de largo su capacidad, las constantes vejaciones y palizas…), los permanentes fusilamientos (se han llegado a encontrar auténticas fosas comunes) y las tristemente conocidas como «ruedas», grupos de falangistas llegados de todo el país que buscaban a republicanos de sus localidades de origen para llevárselos allí y fusilarlos. Eran los responsables de las «sacas», en las que se producían fusilamientos colectivos durante dichos traslados.

CÓMO ERA ALLÍ LA VIDA 

Con una extensión aproximada de 360.000 m2, estaba rodeado por una alambrada vigilada constantemente e iluminada durante la noche. Realmente este era el motivo de que los nacionales eligieran este páramo, la capacidad de contención de su perímetro con tantas personas, además de su cercanía a la estación de tren; con una población que excedía y mucho la capacidad real de los barracones, el objetivo último era que no salieran, independientemente a qué condiciones tuvieran. Así, unido la escasez de agua e inexistente higiene (que provocaba diarreas, fiebres tifoideas, sarna, chinches, piojos…) estaba la penosa alimentación, consistente en un chusco de pan y una lata de sardina para cada 5 reclusos. En los testimonios recogidos es uno de los recuerdos más tristes y amargos de los supervivientes del campo; tras tantos años de aquel terror les sigue persiguiendo la sensación de dolor y hambre permanente, lo que provocaba tal debilidad que dejaban de luchar y oponerse, se anulaban, deseando muchas veces que los mataran de una vez a estar viviendo así.

Se enumeraba a los presos de tal forma que si alguno se fugaba se fusilaba al que tenía el número anterior y el posterior pero no sin antes haberlos torturado durante varios días pegándoles y exponiéndolos al sol  durante horas con temperaturas de más de treinta grados sin darles ni agua ni comida.

¿Similitudes con los campos de exterminio nazis?

Según el historiador Luis Pueyo, este campo constituyó un modelo de prueba de lo que serían los campos de concentración nazis. Se ha podido constatar la visita al mismo de algunos miembros  destacados de la dictadura de Hitler, destacando la breve presencia de Rudolph Hess. No hay que perder de vista que en el recinto se practicaron numerosas torturas, como la famosa “Parrilla”, en donde se castigaba a los presos atándolos y dejándolos padecer hambre y sed extremas, además de la humillación y las mofas de los guardianes. También se cree que se pudo practicar el fusilamiento masivo contra los reclusos, seguramente por un mal uso de las ametralladoras, disparando a “bulto” contra grupos de republicanos.

EL CIERRE

Según Javier Quiles, superviviente, el cierre a los pocos meses se debió a una epidemia de tuberculosis y tifus, a causa de las condiciones sanitarias del lugar. La mayoría de presos fueron trasladados al campo de Portaceli, en Valencia, pero también a diferentes centros penitenciarios, campos de trabajo o directamente fusilados en juicios exprés. El régimen franquista se encargó de destruir hasta la última piedra (sólo se conserva una pequeña garita que al parecer era una despensa) y eliminó cualquier rastro escrito y documental del mismo; ya se sabe: son los vencedores los que escriben la Historia.

QUÉ ES LO QUE QUEDA. LA VISITA

Desde Alicante y por autovía (dirección Murcia) te plantas en menos de una hora, cogiendo la salida de Albatera y de allí a San Isidro, pedanía con un origen artificial, creada precisamente a raíz de la destrucción del campo. En sí no tiene absolutamente nada salvo construcciones residenciales.

Me acerco hasta la estación de tren. Hace un sol de justicia; si en Alicante el calor pega duro en la zona de la vega Baja pega aún más duro. Todo está seco y te da la sensación de verte en medio de nada; a pesar de los años San Isidro se sigue viendo como una población en medio de la nada.

Una vez en la estación paso por el corredor subterráneo que la atraviesa hasta el otro lado. No se ve a nadie, no es zona turística y la gentes del lugar estarán tranquilamente a la fresca en sus casas, mi única compañía es un perro sarnoso atado en un polvoriento cobertizo que ladra al verme pasar. Hay una acequia que rodea los campos abandonados tras la estación, voy a seguirla. Y efectivamente, a los 5 minutos encuentro el punto exacto en el que se ubica el único vestigio que indica que allí estuvo el campo: un monumento conmemorativo (a mi entender bastante feo, con 2 traviesas de hierro y cadenas enrolladas en las mismas) plantado por la CNT en 1995. La verdad es que si no fuera específicamente buscando el sitio, pasaría 100 veces por delante y no me enteraría, y pensaría que dicho monumento es un hito más del feísmo urbanístico del lugar.  Unos metros más adelante encuentras la caseta, único vestigio de lo que un día fue aquello, mantenida por el propietario de las tierras a modo de recuerdo. Y ya. Todo se reduce a unas vigas plantadas por un sindicato y a la nostalgia didáctica del propietario de aquello. ¿El resto? Un secarral plantado de palmeras diseminadas por un lado y otro. Periódicamente se encuentran restos humanos, huesos, y las malas lenguas dicen que aunque se han intentado plantar granados no se dan, que además es imposible que alguien en estos lares compre las tierras para cultivo de algo.

Muy triste, ni siquiera me apetece parar a tomar el café de rigor en San Isidro; me acercaré a Santa Pola y viendo a los guiris mientras tomo una horchata pensaré: joder qué dilema, ¿esta tarde playa o piscina?

 

TESTIMONIO DE UN SUPERVIVIENTE (literal, extraído de alicantevivo.org)

Llegaríamos al muelle de carga de la estación ferroviaria de Alicante donde había preparado un tren de transportar ganado. Jamás podríamos pensar que aquel tren sería para nuestro traslado. ¡Qué poco conocíamos a nuestros enemigos! No podíamos imaginar que la mente humana fuera capaz de concebir tanta maldad. Inmediatamente se nos ordenó subir a los citados vagones, la mayoría de ellos con el estiércol de haber transportado ganado, donde tuvimos que acomodarnos de una manera inverosímil, ya que además de aquella suciedad, nos obligaron a introducirnos en cada vagón hasta 90 y 100 personas. Solíamos ofrecer alguna resistencia porque era materialmente imposible ponerse en pie, pero para ellos aquello no era un problema, lo resolvían dando culatazos con los fusiles o pinchando con los cañones de las metralletas, consiguiendo herir a varios, hasta introducirnos tantos cuantos querían en cada vagón. El veneno propagandístico que les dosificaron a aquellos los “muy católicos” sacerdotes Tenientes curas, tenía que dar el fruto apetecido, a unos sátrapas sin conciencia ni sentido humano. Enfundados en sus siniestras figuras de hombres malvados y con el complejo de supersoldados, sonreían mefistofélicamente ante nuestra desgracia, con miradas de fieras sedientas de sangre humana. Nuestro futuro no podía tener horizontes más lúgubres ni más fatídicos. Una vez dado el parte de precintado de vagones, la superioridad dio órdenes de marcha. Silbó la máquina del tren y seguidamente se puso en movimiento el convoy, como una oruga negra deslizándose por el camino de hierro, avanzando con dirección desconocida. Dejábamos atrás barriadas alicantinas y muchos bellos paisajes que en otras circunstancias nos hubieran deleitado. La máquina bufaba por el esfuerzo que realizaba, tirando del gigantesco reptil con su mercancía demasiado barata, sin que nadie, absolutamente nadie, nos dedicara una despedida, aunque con tristeza, que podía haber sido el revulsivo alentador para aquella juventud prisionera que iba muriendo lentamente, perdida en la selva vil de aquel trágico momento. Era la repetición de hechos llenos de generaciones, donde no hay piedad para el vencido, sin importar la inocencia ni el dolor que produce la tragedia. El tren caminaba lento, parecía querer alargar la existencia de sus viajeros, cogiendo bajo sus ruedas el tiempo para encerrarlo en las ánforas de los recuerdos. Habíamos perdido toda noción de tiempo y lugar de donde podríamos encontrarnos, y creo recordar que en la estación de Elche se detuvo el convoy unos momentos para extraer, de las entrañas de los vagones malolientes, tres muertos por asfixia. Nadie se inquietó, nadie objetó una sola palabra. Eramos insensibles a nuestro propio dolor. Se bajaron a las víctimas y se dejaron tendidos en el andén de la estación. El tren continuó su lenta marcha, como dolido de las bajas producidas. Nosotros, los prisioneros, íbamos impávidos, encadenados a nuestro dolor, exhibiendo al mundo democrático nuestra tragedia y también, por qué no decirlo, nuestras formaciones sociales y convicciones arraigadas en lo más profundo de nuestro ser, que nos mantenían firmes en nuestras ideas libertadoras. Al poco tiempo de su lenta marcha, un letrero y un silbido de la máquina nos anunciaban que estábamos en Albatera. Definitivamente se detuvo la gigantesca oruga negra y se nos echó abajo a punta de fusil y metralletas. ¿Quiénes esperaban en la estación a la expedición de prisioneros? Los espadones y matones con algunos clérigos que ostentaban la representación de la España que comenzaba a nacer. La soldadesca no paraba de gritar y gesticular, amenazando siempre con fusilamientos masivos si no obedecíamos sus repugnantes gritos. Pero no todos pudimos bajar en aquella estación, ya que otros dos prisioneros habían perdido su vida pasando a las listas de mártires desconocidos. Dos víctimas más que quedaban en el andén de la estación, gritando a los países “democráticos” la ruta que había llevado el tren de la muerte. Así se iba escribiendo una nueva página de la historia de España, donde se enarbolaba el lema de “amaos los unos a los otros”. Aquellos hechos se grabarían en nuestras almas, dejando profundas huellas que no hemos podido borrar. Todo aquello nos parecían visiones de otros mundos, era como si el dolor y la crueldad tuvieran que ser necesariamente hermanados a nuestras vidas miserables, a nuestras cortas existencias. ¡Por fin el campo! Sí, el “Campo de Albatera”, el campo que iba a servir para exterminar a los prisioneros de guerra, a los que estábamos predestinados a saciar la sed de venganza y la sed de sangre de los que habían triunfado, los que se regocijarían torturándonos, para arrancar mil gritos de dolor para su criminal satisfacción. El campo en un cuadrilátero rodeado de doble fila de alambradas y en su parte exterior, cada diez metros aproximadamente, había un emplazamiento de ametralladoras, servidas por soldados de los Regimientos de San Quintín y San Marcial ; esto no deja de ser una casualidad, que las fuerzas militares que debían tener la custodia del Campo y que iban a tener un vil comportamiento, llevaran los nombres de mártires y santos de la Iglesia, lo que nos obligaba a suponer la decidida participación en la represión que se empezaba a producir. En el interior del Campo, a derecha e izquierda, había unos barracones de madera, sucios y destartalados, que parecían estar construidos a propósito para la tortura psíquica. Huelga decir que la poca comodidad que se nos pudiera ofrecer no tenía cabida en aquellos lugares. El Jefe del Campo, como fiel pretoriano, ordenó que formásemos para decirnos, por si lo ignorábamos, que éramos prisioneros de guerra y debíamos estar sometidos a las ordenanzas militares y formar tantas veces como se nos ordenara, informándonos que los intentos de evasión los castigaría con fusilamientos masivos. Todos íbamos tomando conciencia de que se nos había encadenado a una situación de terror, pero aun así, confiábamos en que comenzaríamos una nueva etapa en la quietud de aquel cuadrilátero, que aunque sin prados ni vegetación, se limpiarían nuestras pupilas de aquella carroña humana que nos guardaba y vigilaba, ensuciándonos sólo con su presencia. Se solían oír lamentos llenos de indignación, que se escapaban de gargantas rotas y acongojadas por la traición y el engaño. Aquella juventud triste y sin sonrisas ni esperanzas, nos fuimos familiarizando con lo peor, hasta convencernos de que nuestra libertad sólo la tendríamos con nuestra muerte. Aquel comportamiento sórdido e inhumano no dejaba de ser el inicio de una nueva era que traía para nuestro país, en la punta de las bayonetas con la persecución sistemática y el crimen organizado para exterminar a los vencidos, no sólo política y socialmente, sino también como personas. ¡No hay peor tragedia para los pueblos, que los gobierne un hombre que se olvida que es hombre! Todos los días desfilaban ante nuestro silencio decenas de prisioneros fallecidos por hambre. Aquel ambiente estaba sobrecargado de negros nubarrones, proyectando sobre nosotros sus negras sombras de exterminio. Se sucedían las horas sin que nadie dijera algo que nos diera la ilusión de que íbamos a superar aquella tremenda situación. A todos nos acosaba la idea de que moriríamos de hambre y de sed. Desde la fecha que habíamos ingerido las hojas y el fruto en formación de los almendros, nada había pasado por los vacíos estómagos de la mayoría de los prisioneros. Un toque de corneta lanzado al aire dentro de aquel recinto, nos hizo pensar en que se nos llamaba para darnos algún alimento. Pero no que lo que nosotros, pobres de nosotros, habíamos pensado. Se trataba de la retreta y a los pocos minutos el silencio, para que en el Campo no se oyera ni una sola palabra de protesta. Arañando como pudimos en la tierra, tuvimos que acomodar nuestro cuerpo al terreno o viceversa, ya que era el lecho que quizás aquella noche acogiera nuestro esquelético cuerpo para la eternidad. En aquellas terribles condiciones aseguramos que aquel recinto seguía devorando a los hombres moral y materialmente, la muerte representaba para nosotros un acto de liberación. Aquella trágica noche no parecía tener la sucesión de un nuevo día, la alborada no terminaba de llegar. Pero sí, cuando el alba nos dio con sus imperceptibles hilos dorados, pudimos contemplar aquel cuadrilátero sembrado de personas, traspasados de dolor y con los rostros denodados, dándonos la desagradable impresión del patetismo que para nosotros había representado aquella noche. Aquella visión en conjunto era apocalíptica y daba la sensación de que todo había terminado para el género humano. Era, en fin, una primera noche a la que iban a sucederle muy pocas para muchos de los prisioneros que estábamos allí. Constantes ráfagas de ametralladoras nos indicaban que no debíamos movernos hasta que no se nos ordenara. Un toque de corneta hizo callar a las ametralladoras y volvernos a nosotros al movimiento corporal y a la realidad que estábamos viviendo. Se nos ordenó formar en filas de tres, con la advertencia de que nadie se moviera porque ello daría lugar a perder la ración de comida de todo el día. Pero ¡oh, paradoja! en lugar de darnos la comida, empezaron a revisarnos, a todos los prisioneros, una comisión integrada por falangistas uniformados, un sacerdote y un militar de alta graduación. A medida que se nos iba pasando revista, reparaban en algún que otro de los detenidos, y cuando era identificado como conocido o paisano de los comisionados, lo aislaban al pabellón número uno. Así una vez, así muchas veces hasta localizar a los desgraciados que tenían que llenar el citado barracón. Después cada cual se imponía su propio silencio, ahogando en su dolor la desgracia de su juventud y de su vida destrozada, porque sólo quedaba una etapa que cubrir: “Las Palmeras”. Allí se torturaba hasta dejar a los hombres hechos monstruos, para después asesinarles. ¡Ay palmeras altivas de las inmediaciones del Campo de Albatera! Fuisteis testigos mudos de los mil gritos que tuvo el dolor, y testigos también, de un largo capítulo de horror de la Historia de España. El desamparo de las víctimas les hacía más vulnerables, para que los malvados pudieran saciar su sed de venganza, su sed de odio y su sed de sangre. Vosotras, palmeras altivas, veíais los ojos desencajados de los que iban a ser despiadadamente torturados, buscando en vosotras el refugio y consuelo que no podíais dar, e impasibles presenciabais la danza macabra de la muerte. Contemplabais a personas destrozadas por las torturas, y en vuestras sombras eran abandonados cuerpos sin vida de criaturas que no habían cometido más delito que no compartir el ideario político de los que triunfaban. Nunca jamás se podrá describir no palabras los gritos de amargura y dolor arrancados con las torturas de que eran objeto. Soy de los que practican y propagan el perdón de todas las manifestaciones de la vida, pero perdonar no significa olvidar, porque entonces la Historia no tendría razón de ser, habría perdido todo su sentido, concienciando de los fallos del pasado para corregirlos en la medida que fuera posible. Un pueblo sin historia es un pueblo que nace cada día, y todos sus errores deben ser tolerados por su infantilismo y por su desconocimiento del pasado. Pero, eso sí, ha de ser veraz, clara y comprensiva, ya que ella, la historia, puede cambiar el rumbo de los pueblos. Es por esto por lo que recordamos que las páginas negras de la Historia de España fueron escritas durante los años 1936 a 1943, como consecuencia de una sublevación cívicomilitar, provocada por todas las instituciones Administrativas y Militares contra su propio pueblo. ¡Qué tremenda tragedia la del pueblo español! ¿Qué irracionalidad más monstruosa les animaría para realizar aquel fenómeno, olvidando que somos hijos de la misma especie y cabalgamos todos a lomos del mismo planeta? ¡Empecemos desde ahora a ser humanos, a ser solidarios y, en definitiva, a amarnos todos un poco más! Las formaciones de los prisioneros en el Campo eran cada día más frecuentes. Nuestras vidas pendían de un insignificante y débil hilo, que se podía romper con una simple mirada de nuestros visitantes. Así vegetábamos una hora y otra hora, pendientes a cada formación ser apartados para ir al barracón. Por fin la comida. Se nos ordenó que cada 20 prisioneros nombrásemos a un delegado, que se haría cargo de la comida para todo el grupo. El delegado se presentaba al lugar que se le ordenaba y volvía con la ración siguiente: una lata de sardinas de 125 gramos y un chusco de 200 gramos, para cada 5 personas. Esta ración, aunque parecía destinada a ser diaria, por razones que nadie entendía, se nos entregaba cada dos o tres días. Pese a esta burla nadie hizo ninguna protesta, siendo conscientes de que con esta cantidad de alimento lo que se pretendía era mantenernos con vida hasta la llegada de las fatídicas comisiones. Otro capítulo no menos importante era el agua para beber, pues llevábamos varios días sin probarla y no podíamos evitar aquella deshidratación que se nos estaba produciendo. La sed y el hambre destrozan todos los valores humanos, por muy sólidos que estos sean. A los pocos días de estar en Albatera, independientemente de las constantes visitas que se nos hacían, se empezaron a recibir en las oficinas del Campo, informes de peligrosidad de los allí encerrados. Los solían enviar Ayuntamientos, Falanges y Guardias Civiles, sin tener la seguridad de que los nombres que remitían estuvieran en aquel lugar. No obstante, se pregonaban los nombres y apellidos y si alguno oía el suyo y se presentaba, inmediatamente era apartado al barracón número uno, para que estuviera preparado para cuando lo reclamara la Comisión. Para facilitar el trabajo de localización de prisioneros le añadieron al Campo otro cuadrilátero de un tamaño similar al que nos encontrábamos. Estaba custodiado por las mismas fuerzas y se comunicaban ambos espacios por unas puertas grandes de alambre. Cuando llegaban a por prisioneros nos traspasaban de uno al otro apartado, para después de situados en la misma puerta de salida, los comisionados nos hacían desfilar de dos en dos por delante de ellos, en aquel pasillo de la muerte. Huelga decir que el prisionero que era identificado tenía las horas de vida contadas. Aquella caza de hombres indefensos era inhumana y tremendamente marcada por el espíritu de exterminio. La actitud de aquel comportamiento tan refinado de crueldad llegó a cotas inimaginables. Si alguna Comisión de las que nos visitaba no encontraba a sus desgraciadas víctimas, escogía del barracón a unos cuantos de los allí retenidos y en las palmeras próximas, los torturaban y después los asesinaban para saciar su sed de odio y de venganza. El eco de aquella tragedia se ahogaba en aquel recinto sin que trascendiera, aunque nadie podía hacer nada para auxiliar a las víctimas. A los pocos días de darnos la primera comida, llamaron a los delegados de grupo y se les hizo entrega de un bote de lentejas de 125 gramos y un chusco de 200 gramos, siempre para cada cinco personas. También se anunció que se nos daría agua, cosa que sólo con el anuncio ya nos hizo sentirnos un poco optimistas. Se nos había olvidado en aquel momento la tremenda ola de dolor que nos estaba hundiendo en el abismo de la desesperación. Pero en medio de aquel desolador panorama, brillaba dentro de nosotros la luz insignificante de la esperanza, porque creíamos (¡tremendo error!) que no desaparecería la obra cultural, hecha de siglos, para convertirla en humeantes y fantasmales ruinas. En aquel campo de exterminio “celebramos” el VIII Aniversario de la II República Española, ¡desgraciada fecha para los prisioneros! Hubiera sido más humano hacer una matanza colectiva con todos nosotros antes de someternos a aquel tormento permanente de las interminables visitas de tanto siniestro personaje, con insultos crueles, asegurándonos que sería el último aniversario para casi todos los desafortunados prisioneros. Desde luego, aquel día fue festejado por los crueles enemigos mofándose, torturando y masacrando. Después nos solían decir que debíamos estar satisfechos por ser una fecha señalada para nosotros. Aquel día sufrimos lo indescriptible, bajo la sanguinaria actitud de unos desalmados personajes. El hecho de burlarse del dolor de indefensos prisioneros sólo podía tener un calificativo que dejamos en el aire, ya que en aquella actitud era un reto a dos mil años de civilización. Una ligera lluvia comenzó a caer en aquella trágica tarde, tiñéndola de oscuros presagios, para darnos patetismo al momento que estábamos viviendo. La lluvia nos fue liberando de aquella barbarie horrible de dolor y de muerte. Pero al aumentar su intensidad encharcó el Campo, anegando nuestro lecho de descanso, y quizás de muerte. Para muchos de los que ya estábamos cargado de fiebre, aquella lluvia empezó a minar nuestro débil estado físico de tal manera que, tendidos en la tierra, (o por mejor decir, en el barro) pensábamos sobre aquella situación, sin poder sacar consecuencias positivas que nos animaran en nuestra lucha interior por sobrevivir. Al quedar exánime por la alta temperatura que debió alcanzar mi fiebre, solía oír llover y llover, cayendo sobre mi cuerpo el bálsamo refrescante del agua, como si fuera algo que quisiera darme más vida para seguir sufriendo. Pero llegó un momento en que me encariñé tanto con el fin de mi vida que aquello lo veía como un hecho revolucionario, que me liberaría de las vejaciones de aquel monstruoso calvario. Pese a mi delirio febril, me di cuenta de cómo se me transportaba, junto con otros prisioneros, sin saber dónde nos llevarían. Después de un largo y accidentado viaje, llegamos a un lugar donde se hizo con nosotros una parodia procesional para exhibirnos y vejarnos aún más. Nuestra insensibilidad fue aumentando hasta convencernos de que éramos los designados para la inmolación. ¡Era el frío fatalismo que nos empujaba al sacrificio de nuestras vidas! La cóncava bóveda celeste parecía mostrarse más lejana, más solo y más triste. Todo parecía más sombrío porque seguíamos siendo despojos de la pasada esclavitud y nos estaba prohibido pensar en la idea sacrosanta de la fraternidad y la libertad, para no inquietar a los potentados que pudieran levantar con sosiego sus alcázares repletos de lujo a costa de la miseria del pueblo, como en tiempos medievales. Sin duda los españoles estábamos predestinados a inaugurar el cementerio del mundo, donde se empezarían a enterrar las libertades de los humanos. ¡Amantes de la cultura y el progreso, seguir vuestra honrosa obra sin olvidar que el silencio de hoy será rasgado por los gritos universales de Paz y Libertad del mañana!

Manzanares, Octubre de 1982. Juan CABA GUIJARRO.

 

Fuentes: revistadehistoria.es, radiorecuperandomemoria.com, lahistoriaenlamemoria.blogspot.com, alicantevivo.org, lacronicadelpajarito.es

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